Los niños no tardarán en atraer todo tipo de bacterias con comportamientos de sobra conocidos por todos los padres, como llevarse a la boca todos los objetos que encuentran (incluidos los desperdicios que hay en los parques públicos), y hasta la basura doméstica.
Es cierto que este acto reflejo asusta a los padres y, por supuesto, evitarán que sus hijos se lleven a la boca objetos muy sucios o productos peligrosos. De todas formas, si la microbiota se va enfrentando gradualmente a bacterias oportunistas o ligeramente patógenas, desarrollará una madurez inmunitaria que le permitirá resistir con mayor eficacia futuras agresiones. Este proceso es similar a la madurez psicológica de un niño que se enfrenta en sus distintas etapas a las dificultades de la vida.
A partir de los tres años, la microbiota del niño, aunque es muy específica, se corresponde en parte con la de sus padres e incluso con la de quienes viven bajo el mismo techo y se sientan a la misma mesa. Aunque aun puede evolucionar, será difícil que lo haga. Introducir una nueva cepa bacteriana en la microbiota viene a ser algo así como introducir una nueva especie en una selva que ya ha alcanzado su pleno desarrollo: en principio, todos los espacios libres están ocupados y al recién llegado le resulta muy difícil encontrar sitio. En general, esto sucede únicamente a raíz de una tormenta grave, por ejemplo, si la microbiota es diezmada por un tratamiento con antibióticos, si resulta modificada por una enfermedad infecciosa, si el germen recién llegado es particularmente poderoso o el terreno o la alimentación específica del niño le son propicios, como es el caso del hongo Candida albicans en los niños que ingieren mucho azúcar (caramelos).