Como cabría esperar, los habitantes de zonas rurales tradicionales, que están en contacto con los animales, la tierra y las plantas y que ingieren productos no transformados y sin esterilizar tienen una microflora intestinal más rica y más eficaz que la población de los países industrializados que vive en oficinas y se alimenta de platos precocinados recalentados en el microondas.

Así pues, la consecuencia es que en occidente los intestinos de quienes allí viven están peor protegidos y, por tanto, son mucho más sensibles a las infecciones y a las enfermedades autoinmunes. Son, por consiguiente, menos resistentes a las bacterias patógenas. Por ejemplo, cuando con 19 años hice mi primer viaje a Pakistán, contraje una infección intestinal prácticamente en el mismo momento en el que las ruedas de mi avión tocaron la pista del aeropuerto internacional de Karachi. Sin embargo, hay 170 millones de pakistaníes que viven en el país y no todos están enfermos; lo que sucede es que sus intestinos están mucho mejor defendidos que los nuestros por haber adquirido una inmunidad más eficaz y al haber estado frecuentemente en contacto con bacterias oportunistas y patógenas mucho más variadas.